Bajo un discurso cargado de reproches, por cuarta
vez estaban con la mirada baja frente al hombre que iba a juzgarlos.
El juez Peñaloza y su amigo el intendente Maciel -el
acusador- no eran sacrosantos. Educados bajo otros parámetros, habían aprendido
a hacer fortuna explotando a labriegos y aldeanos totalmente analfabetos de
aquel pueblito de España.
Ahora eran la autoridad y los árbitros totales del
poder.
Los condenados. Manolo y Pepe acusados de robo de
gallinas, se miraban mientras esperaban
con la cabeza gacha que el veredicto recayera sobre ellos.
Pepe, el más jovenzuelo y vivaz, atento a las
terribles inculpaciones de asalto de alambrados y cercos, se defendió.
Señor juez. Yo nunca me trepé sobre los alambres de
púa, sólo recibía las gallinas y las vendía en el mercado de Abasto para poder
comer al día siguiente…
- Lo mismo peca el que mata que el que sujeta la
pata. ¡Los dos serán juzgados por robo reiterado!
El juez se
explayó a gusto, y mirándoles las caras con bronca, sentenció.
Mañana se encontrarán con sus gallinas en las
Esferas Celestiales. Los dientes de los verdugos rechinaron ante el dictamen
final, mientras exclamaban. ¡Sólo van a
la cárcel los ladrones de gallinas!
¡Dos Cruces habían al entrar al pueblo!
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